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Casi siempre estamos diciendo adiós. No sé quién lo escribió en alguna parte. Tal vez en alguna novela. En algún poema. En una de esas canciones que se nos quedó grabada sin que luego podamos decir dónde ni cuándo la escuchamos. No sé. A lo mejor me lo acabo de inventar para escribir aquí que hace unos días se murió Ferran Zurriaga. Lo conocí hace muchos años. Y lo que más se me quedó, de entre las cosas suyas, fue esa manera de mirar casi a los lados o hacia abajo, como si la timidez fuera uno de sus rasgos más característicos. Y la voz con la que pronunciaba siempre palabras sabias, que eran todas las que le escuché desde que hablamos la primera vez. Esa manera suya de mirar y de hablar (a veces como en un susurro), me gusta pensar que se debía al enorme respeto que siempre mostró por quienes lo escuchaban. A veces echaba mano de una ironía que era también marca de la casa, aunque esa marca no fuera la que más sobresalía en sus conversaciones sobre esto, aquello o lo de más allá: de todo entendía el maestro. De todo.

Digo maestro porque lo fue. Creo que lo conocí en aquellos primeros movimientos de la enseñanza (primeros para mí: él ya llevaba el culo pelado de tanto pantalón roto en su largo itinerario docente), de una enseñanza que no fuera una vergüenza, que no se encerrara en las aulas hasta el ahogamiento, que respirara vida en vez de una tediosa costumbre trasnochada. Valencianista convencido desde que eso era un pecado grave en un país que anda todavía buscándose a sí mismo, fue dejando huellas de esa militancia por donde anduvo pasando toda su vida. Su nombre nunca faltaba en las referencias de aquellos movimientos que propugnaban no sólo una enseñanza nueva, sino un mundo que no fuera un compartimento estanco con la escuela de entonces. En ese territorio de una escuela radicalmente disidente, su nombre y los de Gonzalo Anaya, Carme Miquel y tantos otros siempre andan juntos en mi memoria cuando he tenido que buscar un lugar donde refugiarme cuando la tormenta del olvido se volvía ruin y peligrosa.

Ferran Zurriaga | Escola Valenciana

Hay sitios que están muy lejos unos de otros y sin embargo es como si estuvieran a un palmo de distancia. Cuando pienso en Ferran Zurriaga esos sitios son Chile y Olocau. Miles de kilómetros por medio. En Chile se quedó Antoni Llidó, el cura de Xàbia que está en la lista de desaparecidos desde 1974, cuando la dictadura de Pinochet masacraba todo lo que no estaba de su parte. Allí anduvo al lado de la pobreza, luchó en el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), fue torturado y finalmente desaparecido. Digo Chile y digo Pepa Llidó, hermana de Antoni, la mujer de Ferran, su compañera de siempre. La memoria de la dignidad chilena que tantas veces celebramos juntos, aunque esa memoria sea también, como en todas las derrotas, una celebración de la rabia y la tristeza. El otro sitio que nunca separo de Ferran es Olocau, su pueblo del Camp de Túria. Pocas veces he visto a nadie más ligado a sus raíces. Cómo se le ponía la cara cuando lo visitabas y recorrías con él y Pepa las calles del pueblo y sus alrededores. Sé que le gustaba andar por la montaña. Pero lo más que ascendimos juntos fue a lo alto del pueblo: para héroes, los de la Marvel y el Capitán Trueno. Uno de esos días presentaba él un libro mío no recuerdo en qué sitio de Olocau. Tampoco de qué libro se trataba. Llega un momento en que la memoria es como un flan que se bambolea como el amor en aquella vieja canción de Patty Bravo. Ahí su inmensa generosidad, las palabras de aliento, la necesidad de seguir contando para que no se nos queden en nada los recuerdos. Con esos recuerdos llenó páginas memorables que luego disfrutamos golosamente para querer más a nuestro propio país y a nuestros pueblos.

Su casa era una invitación a quedarte en ella para siempre. La emoción que te transmitían Pepa y él mismo cuando te la enseñaban, cuando conocías de primera mano de dónde procedía cada huella que parecía como arrancada de un cuento clásico protagonizado por los antiguos pobladores del llano y las montañas. El recorrido urbano que hicimos un domingo para ver cómo los paredes de muchas casas se llenaban con las enormes fotografías murales de mi amigo Gustavo Germano: el rabiosamente hermoso testimonio que habla de las ausencias en las dictaduras de Chile y Argentina, un testimonio que yo había visto en el Museo de la Resistencia de Grenoble unos meses antes de conocer a Gustavo y que me hacía regresar a la vida de Antoni Llidó y a su memoria insobornable entre la familia y los amigos.

Ahora se ha ido el maestro y nos quedamos aquí con lo que nos fue enseñando a lo largo y ancho de su vida. «El caminante es suma del camino», escribió Antonio Machado. Todos los que recorrió Ferran Zurriaga se quedan a vivir en la huella que nos deja. El reto que asumimos es no traicionarlos, seguir abriéndolos para que no se los coma la sombra de la vergüenza, buscar en sus libros y en lo que fue toda su vida una manera de andar con dignidad esos caminos. Hasta siempre, maestro. Hasta siempre.